Basta observar lo sucedido en algunos de nuestros países hermanos para entender que el Crimen Organizado es una de las peores amenazas que se cierne sobre cualquier Estado. La sombra siniestra de las organizaciones criminales es capaz de destruir municipios, gobiernos, policías, sistemas judiciales e incluso presidencias, y por ello en esto no puede haber dudas o reticencias: el Crimen Organizado debe ser atacado con todas las herramientas que la institucionalidad posee.
En dicho sentido, en Chile hemos visto varias señas muy preocupantes respecto de la penetración de organizaciones criminales transnacionales (como el Tren de Aragua y los carteles Jalisco Nueva Generación, de Sinaloa y del Golfo, entre otras), pero hemos sabido de ello justamente porque la policía (la PDI, en este caso) y la fiscalía han sido capaces de perseguirlas, con los escasos instrumentos que poseen y con una legislación que no se ha adecuado a los tiempos, especialmente en lo que se refiere a técnicas intrusivas de investigación y al ciberdelito.
Al mismo tiempo, hemos sido testigos de cómo, durante 25 años, distintas organizaciones que se arrogan la representatividad del pueblo mapuche no solo han enarbolado las banderas de la recuperación de tierras, problema histórico que sin duda merece una solución, sino que no han dudado en cometer todo tipo de delitos gravísimos.
Hoy en día podemos observar que, tal como sucedió en Colombia o en Perú con grupos que comenzaron efectuando reivindicaciones políticas, muchos de los que actualmente operan en la macrozona sur han dejado de lado sus ideas iniciales y han devenido en organizaciones criminales casi indistinguibles de las que operan en la macrozona norte en cuanto a su modus operandi.
En efecto, tanto en el norte como en el sur, o como sucede también en otros lados, lo que estas entidades buscan es controlar territorios, a fin de ejercer sus actividades ilícitas en ellas, aterrorizando a quienes tienen el infortunio de vivir en esas zonas y evitando que las fuerzas de orden y seguridad operen, a tal punto que incluso (como lo vimos hace poco tiempo en la comuna de Tirúa) han intentado usurpar las funciones policiales.
De ese modo, consiguen importantes cuotas de autoridad en las “zonas liberadas” en que se enquistan, a fin de dedicarse a los negocios de su especialidad: sicariato, extorsión, préstamos usureros o narcotráfico, en el norte, o narcotráfico (de nuevo), robo de vehículos o robo de madera, en el sur.
Por lo anterior, si bien está recién comenzando el proceso, la detención de una persona que públicamente ha reivindicado la violencia y que es el líder reconocido de una de dichas orgánicas, como es el caso de don Héctor Llaitul, es una señal importante en términos del accionar de nuestras instituciones, teniendo en cuenta no solo el historial penal del imputado, sino la presión pública y amenazas (veladas o abiertas) que los intervinientes soportan habitualmente en causas de esta entidad.
Sin embargo, no podemos ser ingenuos y pensar que el combate al Crimen Organizado, tal como se está manifestando en nuestro país, lo podremos seguir dando con las herramientas que poseemos en la actualidad.
Algo imprescindible es modernizar las estructuras internas del Ministerio Público, fortaleciendo la Unidad de Crimen Organizado y Lavado de Activos de la Fiscalía Nacional (separando de ella la unidad de delitos económicos) para que sea un verdadero cerebro en las investigaciones de esta naturaleza.
Asimismo, sería ideal crear fiscalías especializadas en Crimen Organizado que, tal como se ha hecho con las investigaciones por ataques explosivos, indaguen con un mismo equipo policial y con criterios nacionales, evitando las divisiones territoriales, que solo disgregan las investigaciones. Ello permitiría centralizar la información en estas entidades, así como evitar la competencia, los celos y las diferencias de criterio entre quienes investigan.
Quizá mucho más de fondo es la necesidad de contar con liderazgos firmes e inequívocos (sobre todo en el aparato de persecución penal), que no cedan a presiones o amenazas y que actúen con convicción, con conocimientos jurídicos y con pleno respeto a los derechos fundamentales de todas las personas, especialmente de aquellas que han sido violentadas.
Por cierto, también sería óptimo contar -de parte del poder legislativo- con legislación adecuada para esta nueva fase de delitos que estamos enfrentando, pues es necesario entender que aunque proclamen objetivos distintos, hay algo que hermana a los grupos radicalizados con los carteles y a las pandillas: el debilitamiento del Estado, algo que -quienes somos servidores públicos- no podemos permitir bajo precepto alguno.
Sobre el autor: Carlos Palma Guerra es Fiscal Regional de Aysén. Anteriormente fue Fiscal Adjunto en Talca y Concepción, Fiscal Jefe en Coronel y Lota, y Fiscal Regional subrogante en el Bío Bío.
Fotografía: @PDI_Chile
