Editorial: la tentación tener una policía propia

Pocos días atrás, el alcalde de Coronel, Boris Chamorro, propuso crear una policía municipal, luego de varios hechos de violencia, entre ellos el ataque que casi le costó la vida a un joven, quien fue baleado en una pizzería de la comuna.

La tentación de contar con una policía propia es de larga data, en todo el mundo, y también en Chile. Algunos años atrás, más de alguien planteó en el Ministerio Público la idea de contar con una policía propia, aparte de la PDI y de Carabineros, y cada cierto tiempo distintos alcaldes plantean ideas semejantes a las del alcalde Chamorro, con distintos matices. En distintas partes del país hemos visto alcaldes que han presentado seudo escuadrones policiales, con inspectores municipales ataviados como si fueran agentes de algún grupo SWAT, e incluso alguno llegó a mostrarlos armados, dado que su pequeño cuerpo municipal estaba formado solo por exfuncionarios de la PDI o Carabineros que tenían permiso de porte de armas de fuego.

Se entiende, por cierto, la desesperación de los alcaldes y alcaldesas, que son las autoridades que reciben las quejas de la comunidad por la delincuencia.

Sin embargo, además de que no parece muy lógico que los municipios lancen sobre sus hombros otra tarea que no forma parte de sus funciones tradicionales, como ya sucedió con la salud y la educación, quizá lo realmente importante sería que las y los alcaldes interesados en eso leyeran acerca del famoso experimento de la cárcel de Stanford, realizado por el psicólogo social Phillip Zimbardo en 1971.

Zimbardo es uno de los principales estudiosos respecto de la forma en que las personas comunes y corrientes ejecutan conductas ilícitas, especialmente cuando no solo delincuentes, y posee varios libros muy interesantes al respecto. El último de ellos, que esta disponible en español, se titula “El efecto Lucifer” y en este se analiza la forma en que las conductas antisociales masivas generan efectos en la forma en que se comportan los individuos.

Para el experimento que llevó a cabo en la Universidad de Stanford (donde hay hoy en día es profesor), Zimbardo dividió a 24 estudiantes universitarios en dos grupos iguales: delincuentes y carceleros. Para recrear al máximo las condiciones de una cárcel, consiguió que la policía de Palo Alto lo ayudara y fuera a arrestar a varios de los “delincuentes” a sus casas, acusándolos de robo. Se les leyeron los derechos, los esposaron y los llevaron hasta una sala de la Universidad, donde -como en cualquier comisaría- los ficharon y les tomaron las huellas dactilares, pero también los humillaron, pues fueron desnudados y “desinfectados”.

Luego de ello les pusieron uniformes y una cadena en el tobillo, tras lo cual  los metieron en celdas individuales, pues hay que decir que el experimento fue tan real, que todo el Departamento de Psicología de Stanford fue reacondicionado como una cárcel, que contaba con puertas con barrotes, celdas e incluso un calabozo de castigo.

A quienes hacían las veces de guardias también se les dieron uniformes, además de un silbato y de un bastón (una luma) que había facilitado la policía. Además, todos llevaban gafas polarizadas.

Tal como Zimbardo suponía, la violencia no tardó en aparecer. Al segundo día los prisioneros, molestos por ser levantados varias veces en la noche y cansados de la actitud prepotente de los guardias, se amotinaron. Se sacaron los uniformes e hicieron barricadas con las catres, y como dice Zimbardo, los guardias “decidieron responder  a la violencia con la violencia”. Primero, les lanzaron el chorro de un extintor, pero luego “los guardias forzaron la entrada a las celdas, desnudaron a los reclusos, les quitaron las camas, aislaron a los cabecillas de la rebelión y, en general, empezaron a humillar e intimidar a los reclusos”.

Como descubrió Zimbardo, había tres tipos de guardias: los “duros pero justos”, que seguían las normas; “los buenos”, que hacían pequeños favores a los reclusos, y los del tercer tipo, un tercio del total, a quienes definía como “hostiles, arbitrarios e imaginativos en sus formas de humillar a los reclusos”.

Cada cierto tiempo, cuando se produce algún escándalo en que hay policías involucrados, surge una “reflexión” casi estándar: que hay que mejorar los procesos de selección. Es una hermosa declaración de intenciones, pero no es tan simple. Tal como apuntaba el profesor de Stanford, los sujetos agresivos “disfrutaban completamente del poder que ejercían, a pesar de que ninguno de nuestros tests de personalidad previos había podido predecir este comportamiento”.

Ese, estimados alcaldes, es quizá el principal problema que significa crear y administrar un cuerpo policial: cómo evitar que individuos que seguramente pasarán sin problemas un test psicológico estándar se conviertan en sujetos abusadores y violentos, sobre todo al ser depositarios del uso de la fuerza estatal.

En otras palabras, el crear una policía no es solo algo que requiera de una reforma constitucional y de recursos (muchos recursos), además de un know how respecto de la forma en que opera la delincuencia, que los municipios no poseen, sino de un control muy férreo, el que exige la creación de unidades de asuntos internos y contrainteligencia, pues probablemente uno de los mayores dilemas al respecto se traduce en la vieja interrogante de quien vigila a los vigilantes.

Publicado en Opinión