Editorial: ¿Cómo evitar la quiebra de más constructoras?

El martes pasado tomé un Uber en las afueras de la Universidad de Concepción. Su conductor, según me contó, había estudiado allí. Era, de hecho, un ingeniero civil de 63 años, que en las mañanas oficia como gerente de una pequeña empresa constructora de la zona. Sin embargo, explicó, las cosas vienen muy complicadas desde hace un par de años, especialmente porque el principal cliente de la empresa en la que trabaja es el Estado.

Ante ello, dijo, hace algunos meses los dueños de la empresa, que ya venían despidiendo personal, le avisaron que debían rebajar su jornada a la mitad. La otra opción era irse. Prefirió quedarse, ganando la mitad de su sueldo, y decidió manejar en las tardes, aseverando que por su edad era muy difícil que alguien lo contratara y, menos aún, por media jornada.

Al menos, reflexionó, con lo que ganaba como Uber le alcanzaba para pagar la universidad de la hija que aún le queda estudiando.

Como el embotellamiento en Chacabuco era bastante importante, alcanzamos a conversar un buen rato. Según me indicó, hace más de un año ya que la empresa para la cual trabaja construyendo viviendas sociales venía advirtiendo a las autoridades acerca de las alzas en los costos y eso significó reajustes de 5 y 9% en el caso de uno de los contratos de ellos, pero eso aún les resultaba insuficiente, puesto que una cosa es el IPC (13.7% en el último año) y otra la forma en que subieron los valores de la mano de obra y especialmente los de los materiales, sobre el 25%, según sus estimaciones.

Por supuesto que asentí al escuchar aquello, no solo por educación, sino por una experiencia muy mínima al lado de la suya, pero que me evidenció aquello. A fines del año pasado, junto a mi esposa, compramos un galón de pintura para la casa, en el Easy, por 21 mil pesos. Hacia abril o mayo compramos otro galón, de la misma marca y especificaciones, y estaba a 41 mil pesos, casi el doble.

Sí, una cosa es el IPC, que ya es desusado, y otra muy distinta la forma en que los proveedores (no solo en la construcción) han traspasado esas alzas a los consumidores finales.

Al alza de los costos de los materiales, me explicó el ingeniero/Uber, se sumaban otros factores, por ejemplo, todo lo que se insumió durante la pandemia en costos de mascarillas, gel, cloro, PCR’s y mucho más (54 millones en el caso de su compañía, según sus cálculos), a lo que se suman los habituales atrasos de los fondos estatales.

Todo ello, relató, los llevó a agotar las líneas de crédito y a factorizar sus facturas y órdenes de compra. Por supuesto, nada es gratis, y esos movimientos implican intereses cuantiosos, lo que encarece el trabajo.

—¿La vieja bicicleta chilena? —le pregunté, intuyendo que en eso había caído y, claro, eso era.

—La vieja bicicleta chilena —confirmó.

Como casi siempre, el bibicleteo termina mal. Hace un par de meses se quedaron sin caja y acudieron a las autoridades de Vivienda de la zona para pedir un salvavidas. A diferencia de lo que sucedió con Claro, Vicuña y Valenzuela, el ingeniero/Uber se sentía agradecido de la forma en que los habían escuchado y la disposición que las autoridades habían mostrado, pero sabía que era muy difícil que accedieran a un nuevo salvataje, que estimaba debería ser del orden del 20% adicional al valor inicial ya reajustado dos veces, pues a su juicio, la obra se había encarecido del orden de un 34%.

No contó mucho más, pues en ese momento la conversación giró por otros derroteros, pero no era necesario que explicitara lo que pasaría si no había un reajuste considerable para la empresa, pues era obvio que el único camino que le quedaría sería el mismo que tomó Claro, Vicuña y Valenzuela (CVV) ante el Noveno Juzgado Civil de Santiago, al cual pidió su liquidación voluntaria; es decir, su quiebra, al declararse incapaz de afrontar sus pasivos.

Esa es también la realidad que muy probablemente van a afrontar, como siempre sucede en estos casos, muchos de sus subcontratistas, los “peces chicos” que habitualmente apuestan todo su capital y esfuerzo al contrato que logran con alguno de los grandes (como era CVV hasta hace algunas semanas), pero que también arriesgan todo si el pez más grande está en problemas.

A diferencia de lo que ocurre habitualmente cuando una empresa privada quiebra, en esta debacle que enfrentan muchas constructoras que laboran directamente o indirectamente para el Estado, es el fisco y la fe público lo que está en juego.

Es imposible pedirle al Estado que se haga cargo de las malas gestiones, de las administraciones desleales (en los casos en que las haya) o de contratos mal ejecutados, pero sí sería deseable que quienes legislan vean esta realidad que está golpeando duramente a muchas empresas y emprendedores del país, especialmente ahora, que se está discutiendo el presupuesto de la República para 2023, e incorporen una glosa que (al menos en el caso de las PYME afectadas) permita actualizar en forma realista los presupuestos de los contratos fiscales para impedir que se vayan a la quiebra y que, de ese modo, se agudice la recesión que se nos viene encima, una de cuyas primera víctimas es, sin dudas, el señor que anteayer tuvo a bien trasladarme hasta mi domicilio, mientras me contaba sus cuitas.

Publicado en Actualidad Opinión